miércoles, 30 de enero de 2013

Palabras para una vida 9


GERARDO
Gerardo, el hijo de mis tíos, tenía cuatro años menos que yo. Era un niño grande,  bonachón, amante de los animales y la naturaleza, comilón como pocos e inocente como nadie. Es decir, la viva imagen de su padre. Su fuerte era lo físico, el mantel y las relaciones, pero no lo intelectual. 

Nadie es perfecto, ni siquiera mi tía, que se equivocó demasiado en la educación de mi primo. Era la madre que necesitaba y quería, y yo, su hijo ideal. Quizás por eso se creó demasiadas expectativas con Gerardo. No respetó su forma de ser, actitudes ni capacidades. Tenía que ser como yo. Le debían gustar las mismas cosas que a mí, debía leer tanto como yo, debía sacar las mismas notas y su comportamiento debía ser similar al mío. Demasiados deberes para mi pobre primo. Sólo le gustaba de él que comía todo y de todo, y claro, el pobre chico se esforzaba en potenciar lo que sí podía darle a su madre para que estuviera orgullosa de él. Comía y comía porque, por más que se esforzaba, las matemáticas, lengua o todo lo que tuviera que ver con los libros, se le atragantaba. A lo largo de toda su infancia y adolescencia, los suspensos le llovían por doquier y las mentiras o la falsificación de notas se convirtieron en su tabla de salvación para poder tener algunos meses de tranquilidad. 

Pero mi tía era constante y no ahorraba esfuerzos para convertir a un buen chico poco dado a inquietudes intelectuales en un genio de cualquier saber. 

Es la tragedia que suele pasar con tantos padres que quieren a sus hijos hasta morir, pero que no les gusta como son. Y a mi tía no le gustaba la naturaleza de su hijo, por eso quería a toda costa modificar lo que no se podía cambiar.

A pesar de la tozudez de mi tía, Gerardo ha llegado a ser un buen hombre y no ha tenido problemas psicológicos importantes, porque tenía un aliado maravilloso que le quería,  apoyaba, respetaba y comprendía: su padre.

La enorme bondad de mi primo se demuestra en que, a pesar de que yo era el ejemplo a seguir, y lo normal hubiera sido que me odiara, siempre me ha querido. No ha habido rencillas ni envidias entre nosotros y nuestra relación ha sido cálida y alegre.

PARQUE INFANTIL
Todas las tardes bajaba con mi primo al parque infantil que estaba en la misma plaza en que vivíamos. También en Sardañola los niños jugaban sin adultos por medio. Un tobogán y dos columpios eran el último grito de la tecnología para mí. Jamás había visto algo tan divertido. Con los adultos me iba bien, pero de mis iguales no me fiaba. Pero aquí no necesitaba jugar con otros niños. Era el paraíso. Me sentía la persona con más suerte del mundo. Lo tenía todo, hasta podía jugar y divertirme en soledad. 

En este estado de euforia mis sentidos volvieron a funcionar en positivo. El cielo era un oasis azul y las nubes diamantes luminosos. Cada árbol y cada sombra eran amigos silenciosos. 

Nadie me juzgaba y, al que no acusan, no necesita defensa. Volvía a encauzar mis energías en ser y sentirme yo, más que en parecer lo que no era. Me adapté con sorprendente facilidad a vivir sin tensión. Córdoba dejó de existir y a mis padres y hermanas los recordaba difuminados, como el que sabe que algo existe pero que no forma parte de tu vida. No me acordé ni una sola vez del colegio, las sotanas y los compañeros. Vivía en un sueño que parecía mi realidad eterna. Curiosamente, como no necesitaba cambiar nada, se produjo una transformación radical en mi sentir, pensamiento y emociones. Al no tener que pensar en mi defensa contra el entorno, dejé fluir mis sensaciones y sentidos. Hacía lo que deseaba y no había ni rastro de mi famosa “fuerza de voluntad”. No me hacía falta, sólo existía la motivación del que hace lo que quiere hacer y esto jamás agota. 

El parque lo disfrutaba como nadie porque lo vivía intensamente. Sólo hablaba con el viento que azotaba mi cara en el columpio y con los hormigueos que sentía en el tobogán. Sólo oía llegar a los pájaros que se posaban en los árboles aledaños al parque. Hasta el roce de la ropa con mi piel era motivo de la alegría de sentirme vivo. Las sensaciones se mezclaban con ensoñaciones. Revivía las aventuras del Capitán Trueno y me imaginaba a la dulce Sigrid, mi primer gran amor, dejando su helado Thule para vivir nuestro amor en Sardañola, entre columpios y toboganes. Era tal la pureza de aquel amor que, a estas alturas, la pobre Sigrid sigue siendo virgen. A veces conversaba con mi primo, pero solía estar demasiado ocupado con sus amigos, es decir, con todo animal de dos patas que tuviera entre dos y ochenta años. 

Cuando empezaba a anochecer, despertaba de mi estado etéreo, buscaba a Gerardo, que no siempre era fácil, y subíamos a cenar con mi otra Sigrid. 

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