sábado, 16 de febrero de 2013

Palabras para una vida 15


La torre
Los domingos sin zoo íbamos a la torre que tenían cerca de Sabadell. Un pequeño terreno y una casa minúscula eran suficiente reclamo para una reunión familiar de los tres hermanos. No sé cómo se ponían de acuerdo, pues ninguno tenía teléfono, pero ahí estaban siempre. Como mi tío Angelín era albañil, y de los buenos, Diego era pintor y Manolo un manitas, construyeron entre los tres la casita, que más tarde se convertiría en una torre con todos sus avíos. 

Mientras los hombres se dedicaban a la obra, que duraría muchos años, las mujeres cocinaban y se reían. ¡Y cómo se reían¡. Si juntabas a dos hermanas, la juerga estaba asegurada, si eran tres, el jolgorio era mayúsculo, pero cuando estaban las cuatro, el escándalo adquiría proporciones apocalípticas. Las carcajadas iban en el lote de estas reuniones. Juro que ni yo ni ninguno de los hombres nos enterábamos de lo que hablaban, pues lo hacían de manera entrecortada y sólo ellas sabían lo que se traían entre manos. Jamás terminaban una frase, es más, apenas la empezaban y ya se iniciaba la algaraza. En menos de una hora todas estaban con lágrimas en los ojos y agujetas en la barriga. Comenzaban de pie en la cocina y terminaban todas sentadas agotadas de tanto ejercicio mandibular. Diego no participaba de las risotadas, entre otras cosas porque no entendía un pimiento de lo que decían, pero estaba encantado de tener cuatro hermanas tan guapas y que se entendían tan bien.

Gerardo y yo mientras tanto nos tirábamos con la bicicleta desde lo alto de una cuesta bien empinada, que estaba convenientemente situada al lado de la torre. Sin coches y con pocos peatones, la velocidad que alcanzábamos en la bajada era asombrosa, casi tanto como los bonitos moratones que adornaban nuestra piel. Entre ambos hubiéramos podido elegir al Papa, pues teníamos más cardenales que en todo el Vaticano. Afortunadamente me tocó vivir la infancia en una época en que los niños tenían la obligación de tener rasguños y hematomas engalanando piernas, brazos e incluso cabezas. Llegar sucios a casa después del juego, con desgarros en los pantalones, no asombraba a la madre de turno. Contra todo pronóstico, llegábamos vivos al hogar. Las heridas no contaban, pues la mercromina y las tiritas, fieles acompañantes de nuestras desventuras, eran baratas además de imprescindibles en cualquier casa que se preciara. 

En uno de aquellos domingos mi tía me llevó a la torre de un señor, ejemplo de sabiduría, a la sazón profesor y director de un colegio de los alrededores. Quería conocer las verdaderas posibilidades de mis potencialidades intelectuales, casi infinitas a su juicio, pero no se terminaba de fiar de dicho juicio. Tras una hora de preguntas, cuentas diversas y comprobaciones varias, decidió que un cachorro de siete años, que sabía sumar, restar, multiplicar, dividir, hacer raíces cuadradas, hallar áreas de diversos entes geométricos y hasta conocía la distancia que separaba el sol de nuestro planeta, no sólo en kilómetros sino en minutos luz, era alguien a tener en cuenta. Mi tía no cabía en sí de gozo cuando le dijo que su sobrino llegaría muy lejos. No sé como lo acertó, pero  efectivamente muchos años más tarde terminé viviendo en Sevilla.

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