miércoles, 20 de febrero de 2013

Palabras para una vida 17


F.C. Barcelona
Mi padre era socio del Córdoba y no sólo iba a los partidos de casa, si no también a casi todos los campos de España acompañando al equipo de sus amores. El único coche del barrio, propiedad de Salcedo, el dueño del bar, conoció mil batallas de los cinco que solían ir a todos los estadios de primera o segunda división. Las pesetas escaseaban pero mis padres acordaron que las doce horas diarias y las horas extras de los domingos, eran para la casa. Los segundos trabajos que pudiera conseguir eran para el fútbol. En directo seguía a su equipo, con más penas que alegrías, y por el transistor al Real Madrid, su otro equipo y el que le daba las victorias que deseaba. 

El fútbol no me interesaba, probablemente por lo desastroso que era jugándolo, aunque tenía cierto cariño al Córdoba, más que nada porque era el anhelo, y decepción, de mi padre. 

En Barcelona el fútbol era mucho más que fútbol y el Barsa mucho más que un club. El club se vivía como algo propio, formaba parte de la vida y la ilusión de la mayoría de los catalanes. La identificación entre el pueblo y el equipo era increíble. El eterno rival, el Real Madrid, era visto como el equipo del régimen, el representante del imperialismo español, el equipo de los que prohibían hablar el catalán. El Barsa era libertad, contestación y reivindicación de lo propio.

En Cataluña me reencontré con el amor propio y ese amor se canalizó al mayor símbolo que este pueblo tenía en ese momento, su equipo de fútbol. Los Sadurní, Rifé o Rexach de aquellas fechas me hicieron vibrar tanto como los Xavi, Iniesta o Messi actuales. El azulgrana tiñó mi corazón. Desde entonces llevo con orgullo mi condición culé. Nunca he estado en el Nou Camp, pero llegará el día que cumpla ese sueño, como tantos otros que cumplí por aquellos lares.

Julia
Ripollet era otra ciudad dormitorio situada junto a Sardañola. Allí vivía mi tía Julia, prima de mi madre. Era visita obligada. Hija de Ana, hermana de mi abuela, conoció el hambre tanto en Málaga como en Córdoba. Ella y dos de sus hermanas también emigraron a un sitio insospechado: Barcelona. Cuando veo a Scarlett O´Hara jurando que nunca volvería a pasar hambre, ni ella ni ninguno de los suyos, siempre me he acordado de mi tía Julia.

No se aburría. Cinco hijos, sus padres ancianos viviendo en su casa, conduciendo su camión y vendiendo en los distintos mercados de la zona, era la antítesis de la mujer de la época. Y lo que más admiraban el resto de mis tías: sabía nadar.

No volvió a pasar hambre. Se convirtió en el único familiar por parte de madre que se le podía adjudicar legítimamente el adjetivo de rica. Y lo era a base de trabajo a destajo y accidentes de tráfico casi mortales con quemaduras por todo el cuerpo. Nadie le regaló nada, todo lo que tiene lo pagó con sangre, sudor y lágrimas.

Su padre, Jesús, era un aragonés con una presencia insignificante y un estar impresionante. Fue la primera persona que me contó lo que significó la guerra civil desde el bando de los perdedores. Anarquista de la CNT y luchador en la batalla del Ebro, era un ateo que creía en Dios, su Dios, el general Durruti. Contaba tantas desventuras de la guerra como callaba sus desventuras de la postguerra. Como no salió de España, supongo que estuvo prisionero. Se desesperaba con su mujer, que adoraba a Franco, pero el respeto entre ambos hizo que la sangre nunca llegara al río. Cuando lo conocí era un viejo derrotado, con muchos más años encima de los que decía su carné de identidad, que aún vivía de sus años heroicos y moría con su triste existencia posterior. Sus ojos y su corazón estaban secos de tanto llorar y perdonar. Decía que una tumba en la ribera del Ebro habría sido mejor epitafio que la existencia gris en la que se encontraba. Su espíritu quebrado no llegó para conocer la muerte del dictador.

Cada verano que fui a Sardañola pasaba al menos un día con ellos. Casa ruidosa como pocas, casi todas las horas que pasaba allí hablaba con Jesús. Era un buen y entusiasta orador cuando trataba el tema del anarquismo y la lucha contra el fascismo, y yo era un buen oyente, interesado y, sobre todo, sorprendido. Era la primera vez que alguien me hablaba mal de Franco y se enorgullecía de la República. 

Ni le creía ni dudaba de sus palabras, todo lo que me contó se quedó guardado en algún rincón de mi cerebro, una semilla que germinó años después. Demasiadas personas, tanto las más queridas como las que tenían más autoridad sobre mí, desmentían a Jesús, sólo ante la inmensidad, pero algo en el brillo de sus ojos, en su férrea mirada y en la emoción que ponía en cada frase, me decía que debía tener parte de razón. Mi tío Diego, en siguientes veranos, profundizó aún más en mis dudas sobre la bondad de nuestro régimen, pero debo reconocer que seguí adorando al dictador hasta el mismo día de su muerte.

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