martes, 26 de febrero de 2013

Palabras para una vida 20


Septiembre
El verano llegaba a su fin y mi estancia se terminaba. Hasta ese momento sólo vivía el presente, que parecía eterno e inmutable, pero comencé a ser consciente de un futuro muy cercano, de un tren, de un colegio, de un barrio de casas blancas y, lo peor, de unos curas y unos compañeros nada deseados. Sabía que me tenía que ir, pero no lo comprendía. Allí también habían colegios, niños, deberes, libros y familia, que se quedaban, pero yo me marchaba. Estaba adaptado a esa vida, a esa gente y a ese lugar. Sentía que pertenecía a ese sitio, no por nacimiento, sino por adopción devota por mi parte, y notaba que no era rechazado. ¿Porqué me tenía que ir a un lugar en que no encajaba y no se me respetaba?. 

Todos los niños tenían a su madre y, aunque no la escogieron, era la única madre a la que querían. Yo sí había escogido a mi madre, que no me parió, pero era a la que quería por encima de cualquier otra persona o circunstancia. Donde ella estuviera era donde yo quería estar. En donde ella viviera era donde me aclimataría para ser feliz y no crear ningún problema, donde brillaría todo lo que pudiera para que se sintiera orgullosa de mí.

Mi tía era consciente de lo que sentía y no se cansaba de repetir lo buena que era mi madre y lo mucho que me quería. En lo único en que era inflexible conmigo era en hacerme comprender, sin ningún género de duda, que yo sólo tenía una madre y no era ella. Nunca me dejó llamarla mamá y, si le indicaba de manera indirecta que la prefería, se enfadaba conmigo. Tú y yo tenemos un lazo muy especial, siempre nos querremos, me decía, pero tu madre es la mejor de las mujeres y la mejor de las madres. 

Ante esa insistencia, yo callaba mis sentimientos y anhelos, pero era como un volcán que no puede vomitar lava y sufre una presión enorme, más cuando la identificación más importante para mí en ese momento, la filial, no la podía compartir con nadie. Me sentía culpable por sentir lo que no debía. Tenía que amar como madre a quien veía lejana y considerar como tía a quién quería por encima de todo. 

El verbo amar jamás se debería conjugar con la palabra deber, son incompatibles. Si alguna vez mis hijos creyeran que me deben algo, me sentiría fracasado en el amor que les he dado, porque siempre ha sido completamente gratuito y nunca esperaré nada de ellos como forma de pago a una inversión realizada. Espero que lo que ellos alguna vez me quieran dar, será porque lo desean y porque me amen, no porque sientan que me deben algo. Creo firmemente que nunca diré la siguiente frase: “con todo lo que hecho por ti y así me lo pagas”. No he hecho nada por mis hijos. He sentido la necesidad de amarlos y ese amor es lo más grande que he tenido. No existe mejor premio que haber tenido la oportunidad de sentir mi corazón latiendo de ternura por su simple existencia.

Pero yo sí sentía que debía amar a mi madre por encima de cualquier otra persona y me sentía culpable por no poder experimentarlo. Ser un mal hijo suponía uno de los peores pecados de la época. Si la familia era sagrada, la madre lo era mucho más. Peor aún, mi madre era una persona buena, muy buena, y esto lo hacía aún más difícil. Esa culpa la arrastré durante años como una rueda de molino enroscada al cuello. Me veía como un monstruo por muchas razones y, la mayor de ellas, es que no era un buen hijo.

Comencé a llorar por las noches y aumentaba en intensidad conforme se aproximaba la fecha de la vuelta. Eran lágrimas silenciosas y oscuras. Me llevaba papel higiénico para no manchar la almohada y que mi tía no se enterara. Eran lágrimas por mí y por mi madre, que no se merecía que yo estuviera triste por volver con ella. De día fingía que todo iba bien, pero la soledad de la cama invitaba a dejarme llevar por mis emociones, sin encerrarlas en la cárcel del rol masculino que prohibe llorar a los hombres. Las lágrimas eran vergonzantes, pero amigas al fin y al cabo. Debo ser muy poco hombre porque, aunque en público me reprimía, en privado he llorado ríos y mares. 

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