jueves, 28 de marzo de 2013

Palabras para una vida 31


Dibujo y trabajos manuales
En primero de bachillerato (el actual quinto de primaria) comenzaban las clases de trabajos manuales y dibujo. Hasta ese momento sólo conocía los dieces y el aburrimiento mortal en el colegio. Pero con estas dos nuevas asignaturas empecé a probar el amargo sabor del suspenso. Y lo paladeé en multitud de ocasiones. Nunca me esforcé en estudiar, no me hacía falta, pero a Dios pongo por testigo que dedicaba miles de horas en recortar telas, pegar papelinas, teñir tizas para mosaicos y dibujar jarrones que desafiaban las leyes de la gravedad. No me ponían cero, pero sí me regalaban unos y doses a mansalva, más por pena que por merecimientos. Posiblemente esas magras notas eran el resultado de la honradez que me suponían ya que, con toda seguridad, mi madre no me ayudaba. Ninguna madre podía ser tan desastrosa. 

Mis cubos parecían flanes hechos por un pastelero loco y ciego. Las pirámides tenían sus lados asimétricos y su base combada. Mi perspectiva no era caballera si no plebeya. De la tinta china ni hablemos, jamás hice un círculo sin borrón añadido. Hasta las rectas parecían la carretera del Teide. La escuadra y el cartabón, en mis manos, eran instrumentos de tortura para ángulos, triángulos y rectángulos. Y qué decir del paso de semana santa que teníamos que hacer con plastilina; la virgen de los Dolores parecía que estaba de parto y el santísimo cristo de la Expiración parecía jugar a los bolos.

Cuatro años sufrí las inclemencias del arte gráfico. Y no puedo quejarme del profesor, Don Emilio, amante del arte y excelente docente, pero no se puede sacar oro de una mina de carbón. Como las notas eran mensuales y se calificaban nueve meses, conseguí:
Dibujo: 35 muy deficientes y un sobresaliente.
Trabajos manuales: 35 muy deficientes y un notable. 

¿Un sobresaliente en dibujo?. Pues sí. La proeza se la debo a Federico García Lorca y a su poema “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías”. 

A las cinco de la tarde.
Eran las cinco en punto de la tarde.
Un niño trajo la blanca sábana
a las cinco de la tarde.
Una espuerta de cal ya prevenida
a las cinco de la tarde.
Lo demás era muerte y sólo muerte
a las cinco de la tarde…..

Me enamoré del poema a primera vista. Tras leerlo en clase, Don Emilio tuvo la feliz idea de que hiciéramos un cuadro totalmente libre sobre lo que habíamos sentido. Disponíamos de todo un mes para elaborarlo. Lo memoricé entero, también mis hermanas y madre, que las pobres tuvieron que soportar mis artes declamatorias más de lo que era menester.

Hice mil intentos con el toro, el torero, los picadores y la plaza, pero sólo me salía un monigote con cuernos, otro monigote con capote, otro con vara y un monigote con muchos otros monigotes sentados. Cuando ya desesperaba, pues algo que me había impactado tanto quería plasmarlo con un mínimo de decencia, se me ocurrió coger los rotuladores “Carioca” (doce colores), dejé la mente en blanco, algo que ya se me estaba dando muy bien, y la mano relajada. Los colores empezaron a fluir mientras recitaba una y mil veces cada verso. Cuando lo terminé lloré de emoción. La luna de par en par, el caballo de nubes quietas, el rocío, el leopardo y la paloma estaban allí. Todo era abstracto, pero yo lo intuía, lo sentía. Por primera vez me emocionó algo que había hecho con mis propias manos, o más bien, que fue pintado por mis sueños. 

Llegó el día de la evaluación y todos los infantes mostraban orgullosos sus toros,  espadas, ruedos y banderillas. Todas las arenas estaban estratégicamente salpicadas de sangre. Todo era reconocible a primera vista. Me entró el sudor frío y el pavor. Los sietes, ochos y seises pululaban por doquier. Llegó el momento en que tenía que exponer ante toda la clase, y a la mirada del Don Emilio, lo que había creado. Se hizo el silencio, preludio de lo que todos creían que iba a ser el suspenso habitual. Don Emilio se levantó, aplaudió y con él toda la clase. Enseñó el cuadro al otro profesor de arte que estaba en la clase de al lado y se lo llevó a su casa para exponerlo entre las obras de sus alumnos predilectos. Me puso un 12,5. Diez como nota del mes en curso y 2,5 puntos más para el siguiente mes. 

Fue la única vez que nos dio libertad para pintar lo que sentíamos. Fue un oasis en mitad del desierto. No volví a aprobar más, pero me había aplaudido la clase entera. 

Desde entonces los rotuladores han sido fieles compañeros en mi travesía. Por momentos olvidados, siempre he vuelto a sentirlos entre mis dedos en momentos  dolorosos o felices.

Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.

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