domingo, 7 de abril de 2013

Palabras para una vida 34


Guerra y Paz en casa
Cada vez estaba más a gusto en mi casa. Gozaba de libertad casi absoluta de entrar, salir, estudiar o leer. Mi única obligación era la de acudir a misa los domingos y fiestas de guardar, y esto sólo hasta los 13 años. Como era varón, no tenía que ayudar en las labores de la casa, al contrario que mis hermanas. Tampoco tenía que dar cuentas de con quien o que hacía cuando salía, mientras mis hermanas tenían un estricto control en ambas cuestiones. Habían enormes diferencias entre niños y niñas. Más tarde echaría de menos no haber aprendido a planchar, lavar o cocinar, pero en ese momento era una delicia tener tanto tiempo libre para leer.

Mi hermana mayor no podía salir con su novio sin una carabina. Dicha función solía recaer en Nati, que odiaba ejercerla. A veces me tocaba a mí, pero tampoco era mi opción favorita. Hasta en los días previos a su boda tuvo que apechugar con nuestra presencia. Un embarazo sin estar casados era probablemente el peor castigo que podían tener unos padres que se preciaran, aunque no todos ejercían tanto control sobre sus hijas como mi padre. 

Con Antoñi pudo, pero cuando le tocó el turno a Nati, tocó en hueso. Se rebeló, y no sin razones, y las broncas eran diarias. Pero Nati siempre hizo lo que quiso, aunque tuvo que pagar un peaje muy caro para conseguirlo. Los enfrentamientos con mi padre eran de proporciones gigantes y buena parte de su adolescencia las pasó de esta guisa. No podía haber dos personas más parecidas que a su vez optaron por ideales diametralmente opuestos. EL machismo de uno se enfrentaba con el feminismo extremista de la otra. La adoración a Franco frente al anarquismo. El tradicionalista y la iconoclasta. Mi hermana ganó por goleada. Mi padre tuvo que transigir en todo.

Antoñi, Reme y yo éramos espectadores de semejante relación, pero no estábamos involucrados. Quizás la que más sufría era mi madre, obsesionada por el confort de mi padre en su propia casa. Que su amor pasara semejantes berrinches y que ella no fuera capaz de reconducir la situación, le ponía en un estado de ansiedad aún mayor del habitual. Por eso, cuando Nati se independizó, mi madre respiró tranquila.

Antoñi y Reme se plegaban a las exigencias de mi padre y no tuvieron problemas. Yo no tenía exigencias de ningún tipo y vivía en la gloria.

Una educación tan diferente en función del sexo tiene consecuencias. La enorme libertad de la que disfruté, unido a que mis errores tenían consecuencias, fueron las raíces de mi sentido de la responsabilidad. Libertad y responsabilidad siempre juntas.   Me he equivocado muchas veces y he pagado por ello, pero el miedo rara vez ha entrado en mi vida, por eso siempre he sido una persona libre. Nati, a su manera, también ha ejercido su libertad lo mejor que ha sabido. Antoñi y Reme, lo han tenido mucho más difícil, demasiadas normas y demasiados miedos las han atado. Para mí, sólo se puede ser feliz siendo libre.

La persona con miedos no controlados tiende a la seguridad, a eliminar incertidumbres, aunque ello suponga una falta de libertad de acción. Será el que viva a gusto en un régimen dictatorial blando en el que, si haces lo que te mandan, nada tienes que temer. Tu vida está perfectamente marcada por unos límites y, lo que es aún más importante, la vida de los demás también. Sabiendo que nadie se puede salir del camino marcado, y pobre del que se salga, se crea un clima de seguridad y una zona de confort en la que una libertad restringida es un pequeño precio a pagar. Prefieren obedecer a mandar.

Viví mis primeros 16 años bajo el régimen franquista y mi impresión es que la gente no era, en general, infeliz. Me atrevería a decir que ahora veo más desesperación, desesperanza y tristeza que en aquellos tiempos. Y no es por la situación económica. En aquellos tiempos era mucho peor. Las mujeres sabían lo que se esperaba de ellas. Los hombres también. Los obreros sabían hasta donde se podía llegar. Los estudiantes sabían perfectamente cuales eran los límites. Los delincuentes conocían lo que les esperaba. Y la mayoría vivían seguros.

Límites. Límites para mí y para los demás. Seguridad. Uniformidad. Miedo al diferente. Todos compartiendo la misma moralidad. El paraíso del miedoso.

Por eso, cuando en los momentos actuales veo a tanta gente desesperada, me da la impresión que la mayoría, por mucho que diga lo contrario, no desea tanto la libertad como la seguridad. Se quiere empleo fijo, seguridad en el banco, seguridad en nuestros ahorros, seguridad en la calle, seguridad ante el desempleo, seguridad ante la enfermedad, casa en propiedad….Estamos construyendo una sociedad libre que además quiere seguridad, cuando en realidad es una sociedad miedosa que, mientras las cosas van bien, está callada y deja que manden unos pocos y cuando las cosas se vuelven inseguras se queja de los que mandan por no proporcionarles seguridad (ojo, no libertad).

Y es que la libertad y la felicidad son tesoros que sólo están dentro de nosotros. No dependen de factores externos. Nadie nos va a hacer ni más felices ni más libres. Sí pueden darnos seguridad, pero no libertad ni felicidad, eso sólo depende de nosotros.

Para ser libres y felices tenemos que empezar a mandar, a implicarnos en las tomas de decisiones que nos atañen, a no tener miedo a equivocarnos y preferir no actuar. A no ser espectadores que aplauden cuando la faena es buena y abroncar si la faena es mala. Hay que salir al ruedo y torear nosotros. Tomar decisiones, aún erróneas, es manifestar nuestra libertad. Es rescatar la incertidumbre como algo positivo que nos va a hacer crecer. Arriesgarse es lo contrario de la seguridad. Con el riesgo empezamos a ser nosotros mismos. Con la seguridad somos como los demás quieren que seamos.


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