miércoles, 8 de mayo de 2013

Palabras para una vida 42


Mi familia de Mijas
El hambre obligó a mi abuela Remedios a repartir hijos para que no murieran. A mi madre le tocó Córdoba y a mi tía Pepa, Mijas. Allí vivía la hermana de mi abuela, Isabel, con su marido Paco, un matrimonio sin hijos. Desde el principio fue acogida como la hija soñada y tan infructuosamente buscada. Fue hija para lo bueno y para lo malo, pues cuando envejecieron se encargó de su cuidado hasta la muerte, y no fue fácil, pues la tía Isabel quedó paralítica durante muchos años. 

Criar tres hijos y cuidar de dos ancianos, además de mantener impoluta una gran casa, estando eternamente de luto, exigió un empeño titánico. Mi abuela Remedios se sentía responsable, y tal vez hasta culpable, de que su hija tuviera tanto trabajo, por lo que tras la muerte de su marido y la emancipación de todos sus hijos, se trasladó a vivir a Mijas para compartir esfuerzos. 

John Ford, para su desgracia, no llegó a conocer a Juan, el marido de mi tía Pepa. Hubiera sido el personaje perfecto para muchas de sus películas. “El hombre tranquilo” hubiera sido diferente de haberse relacionado con mi tío. La largatija de Pepa, que no paraba ni un segundo, se contraponía a esa figura lenta, calmada y pacífica que era Juan. 

Diecisiete años de noviazgo, y del noviazgo que se estilaba en Mijas, donde no se concedía ni el más mínimo metro a una pareja no casada, sólo fueron el preludio de un matrimonio con amor y por amor. Tuvieron paciencia y la vida les concedió lo que pocos consiguen y tantos anhelan, amarse y respetarse hasta la muerte. 

Recuerdo a mi tío con sus eternas sandalias, su ropa cómoda sin concesiones a la elegancia y una paz que irradiaba a todo el que se le acercaba. No era un hombre de vicios, salvo el único que se permitía, darle todos los caprichos a su mujer. Mi tía, que no se podía estar quieta, decidió que ella, enclaustrada en su casa por mor del sempiterno luto, no podía cambiar el mundo, pero a fe que cambiaría su casa. Y todos los años la transformaba a fuerza de obras eternas. Si le parecía poco cuidar de tantas personas, compartía su vida con obreros, carpinteros y pintores. No pasaba un año sin cambiar tabiques, destruir y rehacer baños y cambiar puertas de entrada y salida a la calle. Juan asistía atónito a semejante despliegue de actividad transmutadora y febril de su esposa. Siempre le sorprendía con nuevas ideas para conseguir la casa ideal, mientras él se encogía de hombros y sólo protestaba con un tenue: “Pero Pepa, ¿otra obra más?”. 

No asistí jamás a una riña entre ellos, aunque supongo que las habría, pero sí a ciertas miradas tenues e inequívocas cuando llegaba el momento del descanso nocturno. Supongo que los años y los hijos no pasaron factura a su pasión.

Tuvieron tres hijos, pero en la época que veraneábamos sólo habían nacido Paco y Joaquín. Paco era un torbellino como su madre y Joaquín un pacífico crío como su padre. Reme vino más tarde y he podido disfrutar poco de su compañía. 

Todas las mañanas, mi padre y yo nos levantábamos a la seis de la mañana para desayunar en un bar del pueblo antes de irnos a la huerta que tenían mis tío a pocos kilómetros del pueblo. Limoneros, chumberas y alguna que otra mata de pimientos y tomates eran regados y disfrutados por padre e hijo. Recoger un tomate de la mata, partirlo por la mitad, echarle un poco de sal gorda y perderse en su aroma y sabor, no tiene precio y, si se hace acompañado por un padre que te quiere y respeta, adquiere el sello de lo imperecedero.

A las diez de la mañana volvíamos al pueblo, recogíamos a mis tres hermanas y mis dos primos armados hasta los dientes de bañadores, patitos, flotadores, balones y crema Nivea en su lata azul y nos dirigíamos a la playa. Durante cuatro horas, Paco y Joaquín no salían del agua. De vez en cuando había que sacarlos, temblando y diciendo que no tenían frío. Durante un mes no fallábamos ningún día a nuestra cita y la piel hablaba claramente de tantas horas de sol y mar. El pobre Joaquín, que deseaba ser blanquito, terminaba más negro que Michael Jackson antes de saber que existían los cirujanos.

Tras el baño, un buen almuerzo donde no faltaba el pescaíto frito, que nadie lo hace mejor que los malagueños, y un buen gazpacho. La siesta siempre era bienvenida y después venía la tarde eterna de charla a la puerta de la casa contemplando el paseo de cientos de turistas que nos miraban como quien contempla algo típico y, a su vez, eran examinados como seres extraterrestres. 

La noche era mi único momento de soledad. Paseaba por todo el pueblo pero siempre terminaba en el Compás o en el mirador que había en la iglesia. El silencio en medio de la oscuridad, una vista espectacular del mar, la serranía, Fuengirola y la brisa seca y fresca, me invitaban a sentir sin necesidad de pensar. Recargaba mis sentimientos positivos y me hacían creer que podía llegar a ser alguien digno de ser amado. En esos momentos no sabía que, entre esas casas blancas vivía una chica que cambiaría mi mundo para siempre, que conseguiría que mis sueños se hicieran realidad y mi vida se convirtiera en un sueño del que jamás volvería a querer despertarme.

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