jueves, 9 de mayo de 2013

Palabras para una vida 43


Abuela Remedios. 
Se casó cuando contaba 18 años con mi abuelo, un soñador comunista, tatuado con la hoz y el martillo en su antebrazo de panadero. Según sus palabras, dio el braguetazo porque, desde los seis años, para poder comer a diario, tenía que acompañar a su madre desde Mijas hasta Málaga en un burro para poder vender canastos hechos por ellos y, de paso, servir en la casa de cualquier rico. A pesar de esos esfuerzos, no siempre lo conseguía y la noche llegaba con lágrimas de hambre en sus ojos infantiles. 

Mi abuelo era un buen hombre: le pegaba lo normal, se emborrachaba a diario, le hizo 8 hijos sin una sola noche de sexo compartido y deseado, pero también le dio una casa de 20 m2 en un corralón de Málaga, que ella tenía como los chorros del oro (era pobre pero honrada y limpia....era su lema) y le traía pan. Era feliz con eso. La guerra civil le quitó todo cuanto tenía. Un campo de concentración para su marido y la imposibilidad para trabajar, pues era la mujer del líder comunista del barrio. Robaba el carbón que caía de los trenes, cogía chumbos para venderlos por las calles, limpiaba cualquier casa que podía, fregaba lo que le echaran mientras un hijo detrás de otro iban muriendo de hambre. Cuando tres de ellos murieron (9, 7 y 5 años), comprendió que todo lo que hacía era en vano y se separó de lo que más quería: a una hija la mandó con su hermana a Mijas y a mi madre la mandó con su madre a Córdoba. Con los otros tres y su trabajo pudo capear el temporal y logró que sobrevivieran los cinco. 

Nunca la vi deprimida. Jamás se le habría ocurrido suicidarse.....estaba demasiado ocupada en sobrevivir.

Juzgaba de forma muy severa al que no sabía disfrutar de todo lo que se tenía en aquellos años sin hambre. No comprendía los momentos bajos, las melancolías y tristezas, teniendo todo lo que ella consideraba necesario para ser feliz. 

El dinero no da la felicidad. En algunos, la dificulta. La mayoría de los suicidios no se producen en Ruanda, Pakistán o Etiopía, sino en Suecia, Suiza o Finlandia. 

El sufrimiento tiene muchas caras y, la peor de ellas, no es la ausencia de bienes materiales, o el hambre, o la guerra o la pérdida de seres queridos. El peor sufrimiento es el vacío interior, la ausencia de valor en uno mismo, la nada en ti mismo. Se puede tener todo lo material imaginable, pero si falta el impulso de la vida, el saber porqué y para qué vivir, no se tiene nada. 

Mi abuela luchó y sufrió mucho, posiblemente ni más ni menos que otros que se hunden en la desesperación o el suicidio, la única diferencia es que ellos NO SUPIERON luchar y perdieron. Mi abuela se supo encontrar mientras otros menos afortunados creyeron que el camino de su felicidad era tener o aparentar y no ser. Se equivocaron y lo pagaron con creces: sufriendo de forma desgarradora, hasta matarse o hundirse en el pozo del no ser. No fueron valientes, vale, pero mis lágrimas están con ellos. Puedo opinar sobre muchos de los errores que cometieron, pero nunca los juzgaré porque siempre estaré con los que sufren, sea por la causa que sea. Hay una enorme diferencia entre conceptuar actitudes y juzgar personas. Lo primero nos hace crecer, lo segundo nos hace y hacemos sufrir.

El dolor es una cosa muy íntima. Sólo nos duele lo que nos duele. No hay comparaciones. No es práctico comparar, al menos para decidir lo que es mejor o peor o colar juicios de valor. ¿Para qué?. Nos pasamos la vida comparando. ¿Tiene esto algún sentido?.

Siempre he pensado que el sufrimiento intenso, sobre todo en la infancia, nos proporciona herramientas muy válidas para un mejor desarrollo de nuestra vida adulta......aunque no siempre es así. Dependerá mucho de la persona, del calado y de los motivos de ese sufrimiento. Hay procesos de despersonalización provocados por unos determinados tipos de educación que, lejos de darte esas herramientas, las elimina. Conozco a verdaderos zombies de la vida....o no vida, que deambulan con un corazón latiendo y una mente salvajemente torturada que les impide disfrutar de nada.
Por ello he aprendido a no juzgar, y mucho menos condenar, a los que sufren tanto. A veces me dan ganas de darles dos bofetadas con la esperanza de que despierten, de que por fin vean la luz y dejen de sufrir ellos mismos y dejen de hacer penar a todos los que les rodean. Y es que precisamente, una de las cosas que pueden suceder a este tipo de personas es notar que hacen sufrir a su entorno, lo que les lleva a una incapacidad y un tormento cada vez más notorio.

El suicidio es, en ocasiones, el resultado final de una locura. Pero en otros muchos casos es el punto de lucidez máxima y de generosidad con uno mismo y con los demás. 

He hecho alrededor de 1500 guardias en un Hospital de tercer nivel y he podido hablar largo y tendido con decenas de suicidas verdaderos (aquí no cuentan las personas que se toman cuatro pastillas de Termalgin para llamar la atención) y en la mayoría de veces no había ningún trastorno grave de personalidad ni una depresión profunda. Eran personas que se sentían vacías, infelices, NO COMPROMETIDAS con nada.

Los suicidas no son más que la punta del iceberg, unas decenas, sobre los cientos de miles de personas que se sienten vacías con falta de compromiso. Pueden tener sus ideas, ideales, pero no los viven, sólo son ideas sin más que, en realidad, no forman parte de sus vidas. Cuando tienes que algo por lo que luchar, tienes algo por lo que vivir. Si te falta el compromiso, la lucha, viene la nada de tantos. 

La vida de mi abuela me sirvió para reflexionar sobre el sufrimiento y las distintas maneras de abordarlo. Sin saberlo, sembró la semilla para que más tarde empezara a comprenderme y comprender. No sabía manejar mi tormento, pero ella me dio las pistas necesarias.

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