sábado, 4 de noviembre de 2017

Extinción 2

2. Angeles
La medicina era una de las actividades que aún conservaban un alto índice de calidad. La mayoría del personal eran mujeres aún antes de la catástrofe y a falta de instrumental técnico como radiología, iluminación, historia digitales o fármacos complejos, se retomó el camino de una buena historia clínica y exploración. Los medicamentos simples se seguían fabricando incluso sin energía eléctrica.

Quedaban algunos hombres en sus puestos de trabajo viviendo una guardia perpetua en el hospital. Se les llamaba los eternos guardianes de la puerta. El DC les sorprendió trabajando y allí se quedaron. Eran pocos, demasiado pocos, pues muchos intentaron escapar de su prisión y murieron al pie del recinto en que otros esquivaban la muerte. Sólo cuatro médicos, dos enfermeros, un administrativo y tres celadores representaban al sexo masculino en el hospital. Como sobraban camas tenían asignadas habitaciones de pacientes y allí hacían su vida, visitados por sus familiares y amigas e incluso en el caso de uno de los médicos, su mujer e hija convivían en el hospital con él. Hacían su trabajo y recibían a cambio alimentación y protección.

Sus vidas eran monótonas, un eterno discurrir de horas en el reloj sin los cambios de rutina tan necesarios. Hasta el sexo se convirtió en algo aburrido e insustancial, como sucede con todo aquello que, por muy bueno que sea, es abundante. Muchos hombres tienen instintos de cazador muy pronunciados y la búsqueda de sexo es algo muy similar a la caza. Pero la caza deja de tener sentido si las piezas se ponen delante del arma para ser capturadas. Pero habían algunas piezas muy difíciles de cazar y se convirtieron en las dianas preferidas de algunos de los supervivientes. Angeles, sin duda, era la reina de la caza mayor entre los varones.

Angeles echaba de menos los sonidos propios de un hospital. Los monitores, las sirenas de las ambulancias, la megafonía, las risas de los residentes……sobre todo las risas de los residentes. En cambio los lamentos, los gritos de los pacientes demenciados y el “señorita la cuña” no faltaban.
La bata y el fonendo daban fe que mantenía en alto su compromiso con los demás. Su capacidad de estudio no había disminuido ni un ápice. Siempre quería saber más y, a falta de nuevos avances y estudios (las publicaciones científicas habían desaparecido), aún quedaban los artículos no leídos previamente, escritos por personas que en su mayoría habían muerto.

Una y otra vez encontraba una excusa para permanecer una hora más en el hospital: un cambio de tratamiento de última hora, un llanto de la paciente de la 615, un añadido a la historia clínica. Eficaz, trabajadora, estudiosa, un poco quisquillosa con los residentes, dulce con los pacientes, dura con las directivas, buena compañera, mejor amiga, era vista como una mujer fuerte y dura sin fisuras. Inspiraba confianza en todos. Su firma en un historial era sinónimo de acierto y el famoso “yo me encargo” dejaba tranquilo al más suspicaz.

Su físico, maduro pero cuidado, lo ensalzaba con maquillaje diestramente usado, peinados funcionales a la par que bellos, ropa elegante perfectamente conjuntada, con un punto sexi pero no estrambótico, y una sonrisa a la vez coqueta y sincera. Todo lo combinaba con tal naturalidad que conseguía la confianza instantánea de cualquier interlocutor y la secreta admiración sexual de los pocos hombres que quedaban. 

Todo era imagen. La seguridad que inspiraba en los demás y la firmeza que la caracterizaban eran el disfraz perfecto para esconder su mundo de dolor. La careta externa se iba imponiendo con fuerza al sufrimiento interno y lo conseguía pasando muchas horas como doctora y pocas como mujer. El peor momento del día era cuando no encontraba la excusa para seguir en el hospital.

Corría el año 5 DC (después de la consumación) y las cosas sólo iban a peor. No encontraba las palabras mágicas que definieran lo que sentía, ni siquiera sabía si sentía o sólo existía.

La mujer hecha a sí misma, admirada por muchos, envidiada por algunos, deseada por bastantes y respetada por todos había desaparecido hacía cuatro años y sólo ella lo sabía. Todos habían perdido seres queridos en aquellos días aciagos y lloraban sus pérdidas. Unos reaccionaban con rabia, otros con dolor, otros se entregaron a la ansiedad y casi todos a la depresión y desesperación. Angeles había experimentado todas y cada una de esas sensaciones, pero todas ellas palidecieron en poco tiempo frente al aplastante sentimiento de culpa que la embargaba. Su marido y sus dos hijos no murieron el DC sino un año después tras convencerlos de que salir en coche era seguro.

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