sábado, 11 de noviembre de 2017

Extinción 3

3. Sergio
Inadaptado, llorón, quejica, inmaduro, rebelde sin causa. Estos y otros adjetivos similares acompañaron a Sergio durante toda su vida. Todos y cada uno de ellos se los ganó a pulso. Jamás era responsable ni culpable de que todo le saliera mal.

Fue a la cárcel por las malas compañías (él no era mala compañía para nadie). Bebía más de la cuenta y coqueteaba con drogas más duras porque el mundo era cruel con él. Las mujeres que merecían la pena se alejaban porque eran unas zorras, las que se quedaban también eran zorras y las que no le hacían caso, mucho más zorras aún.

Nunca retuvo un trabajo más de dos semanas porque todos los jefes se querían aprovechar de su inocencia. No tenía un duro por culpa del capitalismos y los bancos, no porque el dinero del paro o el conseguido de los empleos ocasionales se los gastara en coca, alcohol y prostitutas (que a su parecer eran las menos zorras de las zorras).

Sus hermanos eran lo peor de lo peor porque le habían abandonado. Nada tenía que ver que les hubiera robado y estafado multitud de veces. Tenía tatuado en el antebrazo “Amor de madre”, en recuerdo a la desafortunada señora de eterno llanto, ademán sobreprotector y sufridora sin fin, que nunca aceptó que su querido hijo tuviera defecto alguno. En vida la despreció pero ante al ataúd forjó el cuento de la mujer perfecta y única, que nunca fue, que justificaba el desprecio hacia el resto de féminas. Todas las mujeres le debían lealtad, amor y sumisión al niño rey que la desdichada madre engendró.

Sentía que el universo le debía algo, que por su mera existencia se merecía lo mejor. Si algún día muriera entonces sí que todos se darían cuenta de lo injustos que habían sido.

Como todos los rebeldes sin causa era un manipulador nato. Disfrutaba cuando conseguía que algún memo se sintiera culpable. Los pocos amigos que conservaba le rehuían porque tras 30 minutos en su presencia se sentían mal por lo desagradecidos que eran con Sergio. Si con su mirada triste y lágrima fácil no conseguía los resultados apetecidos hacía simulacros de suicidio. Tres ibuprofenos no lograron terminar con su vida. Una herida superficial en su muñeca tampoco.

Nunca regaló nada. Jamás se ofreció a ayudar, pero todos le debían todo.

El destartalado apartamento en el que vivía le salvó el DC. Tras cinco años encerrado entre cuatro paredes mohosas, sin posibilidad de salir al exterior, había podido por fin cumplir su sueño: ser importante sin dar nada a cambio. Ser uno de los pocos hombres jóvenes y aceptablemente guapos en un mundo sin apenas hombres era un valor en sí mismo. La ley de la oferta y la demanda así lo dicta.


Pasó de pagar a prostitutas a cobrar por prostituirse. Muchas mujeres desfilaban por su apartamento para tener un rato de sexo, y sólo sexo, pues se sabía que los pocos hombres que quedaban, eran estériles. Tampoco ofrecía amor, ternura, complicidad, estima ni amabilidad. Nadie puede ofrecer lo que no tiene. La mayoría de clientas no volvían por segunda vez, el sexo puro y duro no les iba, pero Angeles regresaba una y otra vez.

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